lunes, 16 de marzo de 2015

¿Qué es la divinidad para mí?

Nunca recibí una educación religiosa, por lo cual  no desarrollé una devoción por el rezo, el espíritu santo, el hábito de persignarse o cualquier otro tipo de actividad de este tipo, la cual hubiera podido ser un alimento para cosechar fantasías ultramundanas. No tenía esperanzas ni temores arraigados en Dios, o el diablo, ni estaba preocupado de existir bajo el mando poderoso de una mirada contenciosa en el cielo, enjuiciadora y paternal.  No creía que hubiera una forma de etiquetar cierta posición liberadora en mi forma de vivir, como si hubiera estado enclaustrado en un sucio calabozo o galera oscurantista. Sólo vivía como un niño acostumbrado a presenciar ciertos eventos recargados, a pisar iglesias y capillas en  bodas y bautizos, sin necesidad de que sintiera una afán por desligarme de esas prácticas. ¿Para qué, al fin y al cabo? No había nada que me impulsara a sentir una tensión en mi cuello. 

Después crecí y empecé a entender un poco mejor las religiones. Me di cuenta de que había muchas rarezas en ellas, prejuicios y violencia, entrañadas en torturas, guerras y preceptos, los cuales tenían poca relación con mi presente. En historia aprendí un poco de papas, antiguos y modernos: sus guerras, hipocresías  y ventajas económicas. Sin una educación religiosa, y metido en aulas seculares, empecé a cosechar mucha sospecha frente a ese tipo de dogmas. También supe que esa edad había sido abandonada por hombres razonables, ilustrados, abanderados por un nuevo ideal de paz, razón, entendimiento y ciencia. La edad media había dado paso a una nueva era de comprensión intelectual. 

En fin, crecí más y comencé a leer a Nietzsche. Era un hombre que hablaba con palabras ardientes; malditas, pero sin ese tufo beatífico que permea toda  forma de moralidad. ¿Y qué adolescente no ama Nietzsche, si tiene algún interés en atravesar el convencionalismo mediante textos y lecturas? Él fue el primer filósofo que conocí seriamente, cuando estaba en secundaria, por lo que siempre recordaré su figura como una representación de mi rebeldía hacia el cristianismo. Y, sin embargo, era una rebeldía intelectual. No había mucho más que conocimientos, creencias y pensamientos alojados a través de frías reflexiones, no muy subjetivas, sino ancladas en ciertas percepciones que se habían desarrollado en un ambiente poco religioso.



Ha pasado el tiempo desde entonces y ahora conozco más sobre el mundo que me rodea. Reconozco que he conocido a todo tipo de personas, creyentes y ateas, sin necesidad de sentirme amenazado por ninguna de ellas. También entré a estudiar filosofía y descubrí que  existía una tradición milenaria preocupada por estudiar a Dios y sus misterios. Verdades suprasensibles, fuera de nuestra imaginación, mucho más sublimes y celestes que el pedestre canasto de arena y pedernal de mis vulgares creencias matutinas.  Conocí a Platón, Plotino, San Agustín, Santo Tomás, Maimónides, Aviena y otras mentes brillantes que habían estudiado estos problemas con esmero y dedicación.

Con el tiempo he llegado a apreciar el enorme fervor religioso que acompañó a muchos seres humanos en su historia y ha tener un inmenso respeto por esta capacidad para experimentar una trascendencia personal y querer dejarse abandonar en el abismo de la fe. El panorama religioso me llega a parecer extraño, infantil e ilusorio, extravagante, fascinante y sublime. Emociones contradictorias que empiezan a exacerbarse cuando examinó con cierta profundidad este tema tan polémico, y, al mismo tiempo, tan influyente para nuestra civilización.





0 comentarios:

Publicar un comentario