sábado, 27 de diciembre de 2014

¿Qué ha quedado de un mundo sin Dios?


Puedo afirmar con bastante seguridad que el universo de Dios (y especialmente del Dios Cristiano) ha sido quebrantado hasta sus límites, y ahora, como consolación, nos quedan un montón de chacharas inútiles sobre su existencia o inexistencia, sobre el rol de la religión y la primacía del espíritu. Los debates son agitados y se convierten en un tema recurrente en conversaciones casuales, formales y académicas; en salones de clase, foros de internet, cafeterías y eventos públicos, en los cuales aparecen continuamente polémicas relacionadas con estos tópicos, las discusiones se agitan y retuercen. Y, sin embargo, la mayor parte de ellas se ven vacías cuando se les examina profundamente. 

En otras palabras, la divinidad ha dejado de ocupar el espacio privilegiado que solía tener, y ahora, después de gestarse el desarrollo del existencialismo ateo, dar lugar al desencadenamiento de nuevas tecnologías y producir el nacimiento de un pensamiento cada vez más científico, crítico y racionalista, abastecido por un paradigma materialista, el debate ha quedado colgando sobre sus pies. Se ha convertido en un objeto de interés para cualquier persona que quiera hablar de él, desde cualquier punto de vista, sin imposiciones supremas para el pensamiento individual. ¿Qué se puede decir sobre el mundo, sobre Dios, sobre nuestro lugar como especie divina o puramente animal? Se puede decir mucho y mucho se ha dicho, pero es muy poco lo que se saca en limpio al final de ese desordenado  circuito. 

La democratización intelectual se ha diseminado a lo largo y ancho de diferentes posturas acerca de la divinidad, las cuales conviven entre sí sin ninguna barrera territorial que separe todos esos puntos de vista. En una ciudad común podemos observar multitud de individuos que profesan tantas opiniones como colores sería posible extraer de una pintura surrealista: ateos, católicos, agnósticos, mormones, libres pensadores, panteístas, cienciólogos, testigos de jehová, indiferentes, vampiros góticos y seguidores de extraños cultos desconocidos, y que, sin embargo, existen. Y esa variopinta conglomeración de individuos está reunida en un mundo posmodernista y democrático, sin cerrar sus puertas a ningún valor absoluto. 

La sociedad ha dejado de tener un propósito claro, con límites definidos y valores tradicionales que era necesario respetar. La moralidad  ya no sirve, es demasiado aburrida. La estética no sólo consiste en expresar belleza, sino que está merodeada por categorías estéticas grotescas, siniestras, ridículas y tiernas, pues se quiere sobrepasar los cánones tradicionales del arte, ya anticuados.  La metafísica es un juego de carceleros que se divierten buscando gatos negros en habitaciones oscuras, sin darse cuenta de que sólo están rastreando el recuerdo de un sepulcro cerrado por la razón instrumental. ¿Y qué hay de Dios, el Dios que estaba parado frente a su tumba? ¿Ha muerto, o no ha muerto? Y si es el primer caso, ¿esperamos que resucite y ascienda a los cielos? Todo esto es un gran lío y nadie parece saber cómo resolverlo. 

Este desorden está claro para cualquier persona que revise épocas anteriores y note cómo en ellas podía haber derramamientos de sangre, torturas, esclavitud, injusticias y todo tipo de atrocidades, pero había un orden asimilado, el cual se debía respetar con mayor o menor exactitud. Hacerlo de otro modo habría contravenido las estructuras sociales delineadas con tanto esfuerzo, pues el modo natural al que han respondido los pueblos frente a la diversidad de opiniones ha sido el de la cohesión, el conformismo, la obediencia y la igualdad. Con la llegada del capitalismo, la desestructuración intelectual causada por pensadores como Nietzsche, Marx y Freud (considerados por Michel Focault como los tres maestros de la sospecha) y el decaer de nuestra fe en un mundo inamovible creado por Dios, ha sido minado el régimen armónico que debía reflejar el reino perfecto de Dios. 

Imaginemos esto así: Dios padre está sentado en el centro y Dios hijo descansa a su derecha, mientras el espíritu santo continúa el laborioso encargo de redención que le ha tocado ejercer como favor hacia los hombres. La ley mosaica sigue vigente y regula el comportamiento de toda creatura divina, habiendo sido consolidada por el verbo de Cristo. La tierra está en el centro del universo, y en la periferia, el sol y el resto de los planetas errantes le dan vueltas de forma regular. Es un cosmos bien hecho. La sociedad de los hombres sigue este patrón ideal, con unos reyes que están en su cabeza, un código que rige universalmente cualquier disputa jurídica y unos rituales perfectamente establecidos para una sociedad piadosa. Ese es el mundo que hemos perdido. 

Hemos perdido el mundo ¡ay, ay! y sólo nos queda una espuma de ideas revueltas que no tiene pies ni cabeza. Y esa confusión ha traído sus reacciones. La iglesia, desde su ring, ha tratado de aferrarse con sus garras a una sociedad cada vez más lejana de sus intereses, distante y perdida.  Así, por ejemplo, ante el otorgamiento de derechos como el aborto o el suicidio asistido sólo puede negarse a prestar atención o proferir públicamente su disgusto ante el nuevo conjunto de valores acogido desde una ética humanista y secular. El ateísmo, por otro lado, celebra sus triunfos y pide que éstos sean ratificados por nuevas políticas, cada vez más liberales y extrañas: ahora hay bustos de Darwin en las escuelas y los salones adyacentes cuentan con curiosos objetos, con toda apariencia de haber pertenecido a una casa de pecado: ¡son para las clases de educación sexual, por supuesto! Y todos los pecadores se regodean en su inmundicia, o al menos ese es el pensamiento que deben tener aquellos cuya misión es luchar por preservar el modo antiguo de proceder ante el cuerpo: su ocultamiento y represión. 

Pero la secularización no puede tener intención de erigir un orden como el que había instaurado el mandamiento teológico. Su facultad para expedir cultura se desborda porque es incapaz de tener un marco acabado, completo y total de lo que debe hacerse. No es totalmente relativo, pero tampoco puede encumbrarse como un sistema sin fisuras. ¡La misma humanidad no se lo permitiría! Respetamos demasiado la libertad y la psicología: "cada mente es un mundo" decimos, y el mundo de un hombre no puede ser válido para todos los hombres.

Así, pues, queda todavía por hacer una pregunta fundamental: ¿qué ha quedado de un mundo sin Dios? 




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